Alemán, José Luis, “Situación del cristiano en el mundo actual”, en Hoy, 23 de diciembre de 2005, p. 2E
La situación del cristiano auténtico de las clases media y alta, no del que sólo cumple, en una sociedad tan consumista y en buena medida tan despreocupada y presentista como la nuestra, incita a la reflexión.
Por más esfuerzos que hagamos por limar aristas incómodas de la Escritura, más propias de tiempos remotos que de escepticismos actuales, para poder captar el “kerygma” (helenismo teológico para designar la esencia de la Buena Noticia desnuda de florilegios y de interpretaciones
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de la primera comunidad cristiana como si a ésta se hubiese propuesto una revelación desencarnada de todo modo de pensar) tenemos que reconocer que nuestro cristianismo es en el mejor (¿peor?) de los casos light, tal vez muy light, porque Cristo vino pobre a este mundo y predicó la igualdad de pueblos divididos, el judío y los gentiles grecolatinos. Bienaventurados los pobres; cayó el muro que divide a los pueblos.
Es ligero, “light”, no porque nuestro pueblo viva la Navidad festivamente con ritmo de merengue, salsa o regatón. Si alguien tiene causa para festejar un tanto superficialmente estos días es el pobre creyente en la entrada de Dios en este mundo o la gente sencilla a quien Cristo vino a anunciar la buena nueva y que la celebra como su cultura prescribe: con música a todo decibel, con mejor comida que la diaria y en compañía de la familia, con más ron y colmadón que el usual de fin de semana.
Cada pueblo tiene su modo concreto de alegrarse. Weber en su más arcano e impenetrable ensayo, Sociología de la Música, acepta sorprendido que el piano inventado por los alemanes se use más en Italia, porque es más movido y alegre, mientras que el órgano tan solemne y lento abunde más en Alemania, ajena a su origen, que en las tierras del Lacio.
Lo fácil, en sentido peyorativo, de nuestro cristianismo de clases media y alta procede tal vez no de nuestras comodidades, algo que sí puede importar y que no deja de ser poco conciliable con la pobreza de muchos, sino de la falta de atención teórica y práctica para con el pobre a secas y para con, perdón pero hay que decirlo para quedar tranquilo, con los haitianos que en busca de pan, salud y educación viven con o al lado de nosotros, con o sin permiso, pero con exceso de motivaciones.
Nadie debe sentirse bien al mencionar este olvido que, en la práctica, es tan de uno como de cualquier otro cristiano pero si uno no es lo que dice ser por lo menos debiera sentir una vaga y omnipresente inquietud por no serlo. Ese malestar de la conciencia sí lo experimentamos muchos. Expresemos las racionalizaciones seudo justificativas de esa falta de compromiso cristiano.
Necesidad de una nueva ascética. Sobre el uso de la riqueza,Karl Rahner, uno de los más extraordinarios teólogos católicos del siglo XX, escribió páginas sinceras y profundas sobre las dificultades de la persona moderna en este mundo tecnificado.
“Empecemos con cosas pequeñas y evidentes de la vida diaria que reclaman racionalidad, responsabilidad y cargar sin quejas el peso de este inevitable mundo con un espíritu de renuncia connatural frente al número inmenso de placeres que uno ve aunque con claridad sabe que no debe hacer aunque sea factible. Todo esto es muy natural porque en el fondo cada quien sabe que tiene sentido y que así debe ser. También esas virtudes que aparentemente son sólo “humanas” testimonian la gracia de Dios que comunica al hombre y a su historia la gracia de Cristo y de su Iglesia”.
En más claro español: hasta los ricos, y en mayor grado de lo que se piensa, están sometidos a una disciplina del deber en el ejercicio de sus tareas y esa disciplina tiene valor no sólo ante la humanidad sino ante Dios porque de El procede hacer lo que hacer debemos.
Antiguamente, digamos hasta los mil novecientos sesenta cuando comenzó el Concilio Vaticano II, fueron educados los cristianos en general aunque con diferencias en cada caso bajo el criterio implícito de que debían distinguirse por una renuncia constante a los placeres y riquezas. La vida era “dura”, es decir, austera y sobria aunque por eso y paradójicamente era muchas veces feliz, porque sencillamente existían para la mayoría de la humanidad pocas posibilidades y porque quienes las disfrutaban se entregaban a extremos tenidos entonces por ofensivos al resto de la sociedad. Víctor Espaillat Mera, gran aristócrata millonario y laico del Cibao, explicó el por qué de su viajar en un simple Volkswagen, una vanette, tan lejos de su conocida riqueza: “sería una ofensa a los pobres andar en un Mercedes”. Otros tiempos, obviamente.
El mundo ha cambiado pero ha sido menos por la mentada degeneración de las costumbres que por la abundancia de bienes producidos por la tecnología empresarial.
Rahner saca la conclusión: “el ser humano del mañana (escribía en 1957) tendrá que superar el ludismo infantil del hombre de hoy cara a las posibilidades de un mundo tecnificado, donde se practicará la acción más que la renuncia”.Una disciplina del hacer muchas cosas antes impensables: El recto criterio para las “mundanidades” lo tiene a fin de cuentas quien sabe que su punto de referencia está más allá de este mundo. Sólo así puede amarlas y desearlas con tranquilidad y paciencia sin exagerarlas pero sin despreciarlas. A corto o largo plazo, lo importante en el uso de las necesidades más sencillas de la vida es la intención.
La receta rahneriana significa, pues, “úsalo todo con tal intención que sin decirlo ni pretenderlo se vea claramente la diferencia entre quien pone el sentido de su vida sólo en lo económico-social y quien supera esas fronteras”. Una versión aparentemente civilizada del “dichoso los pobres de espíritu”.
Pero en realidad lo hasta aquí dicho es insuficiente para calmar la mala conciencia: mucho más importante que el uso de comodidades en el marco de una visión trascendente es el respeto al pobre.
El evangelio de Mateo, c. 25, al exponer los criterios de Jesús, diferenciadores de quienes serán salvados, enfatiza que quien dio de comer a un hambriento, de vestir a un desarrapado y quien visitó a un preso será tratado como si a El mismo se lo hiciesen: “En verdad les digo, lo que hagan a favor de uno de estos pequeños me lo han hecho a mí”.
Las implicaciones de esta afirmación para los cristianos “light” son serias: al pobre hay que respetarlo como si Cristo fuese.
Una nueva ascética: El respeto al pobre
Es frecuente interpretar esta cuasi identidad (Cristo-pobres) como si se tratase sólo de mostrar a éstos un poco de compasión, de ofrecerles una sobria ayuda, de creer con optimismo humanista en la bondad fundamental del ser humano y de darle consiguientemente, una vez más, la oportunidad de hacerlo mejor y, en caso de que esta esperanza falle, de ofrecerle asistencia social o psicológica aunque hay enfermedades que no se curan pero en última instancia todos tenemos que morir y sufrir, y eso no debe quitarnos el buen humor.
Esta manera de tratar al socialmente desventajado, aunque frecuente y respetable, dista mucho de una profunda comprensión de la esencia de la vida humana. La prueba nos la da la sospecha de que “esa gente” son o vagos aprovechados o inútiles o hasta cínicos incrédulos en la bondad y decencia. No es así como se ve en ellos a Cristo.
El cristiano auténtico debe reflexionar, actuando en contra de nuestra “experiencia”, que en esos pobres y en esos criminales, en esos perdidos, está realmente el Señor. Está en ellos en cuanto los llama por su nombre, en cuanto tiene paciencia con ellos y en cuanto los toma en serio y quiere y espera su bien. Ese es el misterio del amor de Dios a cada persona. Rahner concluye: “si esta inverosímil y antiempírica realidad no se acepta sin restricción alguna en nuestra fe, el misterio básico del amor creador de cuantos existimos, que es Dios mismo y que constituye la esencia del cristianismo, es desconocida de manera radical”.
Los cristianos acomodados rara vez en su vida diaria enfrentan a los pobres o si lo hacen es bajo el disfraz no ofensivo a la vista de sus uniformes de trabajo. A lo sumo, somos molestados cuando nos desplazamos en nuestras “naves” por los mendigos, los niños limpiaparabrisas, los discapacitados, las mariposas y los haitianos. Los tratamos casi siempre con actitud profiláctica; muchas menos veces, cristianamente.
Dejemos ahora estas filigranas teológicas y hablemos de nuestra presencia cívica ante pobres y haitianos. Esta presencia cívica emerge en nuestras preferencias por el destino de los gastos públicos y por nuestros grados de resistencia a nuevos gravámenes impositivos y de apego a exenciones fiscales. Gastos en medicinas y análisis en salud pública, en saneamiento ambiental de los barrios excluidos, en seguridad social para el régimen subsidiado, etc., son una forma de presencia física cuando se destinan a esos fines de modo monitoreado.
Dos palabras sobre los haitianos
Los Obispos dominicanos con clara conciencia de lo que a ellos toca, respeto y ayuda a los haitianos como seres humanos que son llamados a ser hermanos en nuestra fe en Cristo, y de lo que al Estado atañe, la ordenación legal de la república, reclaman para ellos nuestra comprensión, respeto y ayuda. No somos quiénes para excluirlos del citado capítulo 25 de San Mateo.
Menor presencia del varón en la Iglesia
La observación de la vida religiosa del varón, del hombre, en República Dominicana constata una mucho mayor presencia activa, hasta en el “cumplimiento” dominical y por supuesto en las actividades eclesiásticas, pero una presencia apreciablemente menor que la de la mujer.
En sí misma, la menor presencia del hombre en la iglesia no es nada nuevo. La historia de las religiones muestra que la vida religiosa aunque cosa del hombre y de la mujer es más visible en la mujer. El tema es fascinante y ha sido tratado, por supuesto, tanto psicológica como pastoralmente. Hay que confesar, sin embargo, que generalmente se trata de intuiciones generalizadoras basadas en experiencias interpretadas tratadas, con óptica de género y bien discutibles.
En otros tiempos, cuando al hombre le era permitido estudiar en todos los niveles educativos y la mujer tenía acceso restringido a la escuela, solía argüirse que la mejor educación del hombre le había permitido captar mejor las muchas fantasías, absurdas y de mal gusto que la religiosidad popular atribuía a santos y a Dios mismo, como si cuanto en este mundo acaece fuese resultado de su acción y no de las fuerzas naturales o al menos de su voluntad sensible al bien o al mal que el hombre hace .
Terremotos, tsunamis, malas cosechas, malos gobiernos, hambre, catástrofes, etc., pero también buen tiempo, cosechas abundantes, salud y muerte serían la justa consecuencia de la acción de un Dios que premia o castiga usando o abusando de la naturaleza. Mala teología y mala filosofía. Einstein decía que Dios no juega a los dados con la naturaleza indicando respeto a su obra y a sí mismo.
Hoy, cuando la mujer estudia más que el hombre, esta argumentación sería risible.
Filósofos y psicólogos toman otros rumbos para explicar que aun en la Iglesia el hombre y la mujer ejercen funciones distintas porque piensan y sienten de modo distinto. Ejemplos: el varón mira más hacia fuera de sí y hacia el resultado que hacia el sentimiento y la intención; el hombre es más analítico, la mujer más intuitiva; ante una dificultad, el hombre se orienta a la solución, la mujer a la vivencia emocional; el hombre mezcla menos lo personal con el objeto; el hombre es más profeta, la mujer más mística, etc. Puede que sí, puede que no; puede que en muchos casos sí y en otros no.
Incluso un teólogo de la categoría de Rahner, aunque bien conciente de las limitaciones de su formulación (mucho más cerca de la antropología psicosocial que de la teología), se atreve a afirmar que el varón tiene mayor comprensión de la trascendencia de Dios, de lo totalmente distinto e inefable que es, y por lo tanto menos accesible a nuestro pensar y hablar - teología negativa que afirma que de Dios es más lo que no sabemos que lo que sabemos- que la mujer y que por eso se siente cohibido a hablar de Dios.
De esa hipótesis extrae Rahner dos consecuencias: a) no se debe forzar al hombre en el campo religioso exigiéndole actividades y confesiones abiertas y públicas no -sólo- por cobardía sino por conciencia de lo inasequible que Dios resulta para el ser humano; b) es mejor darle en la Iglesia responsabilidades ejecutivas que educacionales. Osadas y cuestionables afirmaciones que, por supuesto, son más de grado, más cuantitativas, que de grado, cualitativas.
Elocuentemente escribe nuestro autor: porque el varón tiene una muy viva sensibilidad del carácter analógico y difícil de Dios (aun cuando no esté iniciado en el estudio formal de la teología) no le es fácil decidirse en cuestiones religiosas. Prefiere que se le hable de temas religiosos de tal modo que él pueda notar que su interlocutor comprende aquello de que “caminamos en sombras y en imágenes” como el gran Newman escribió para el epitafio de su tumba. La predicación no debe confundir compromiso con el fanatismo primitivo de quien cree dar una respuesta aunque está en realidad formulando una pregunta. El hombre quiere que el maestro de verdades religiosas sea humilde. La propaganda religiosa no lo atrae.
Por eso al cura ( al catequista también o al papá) no le resulta fácil hablar de religión: “tiene” que hablar “así”. Para superar esta dificultad debe a través de toda una vida de sencillez humana (a pesar de que se nota que muy bien podría alcanzar algo en el mundo) mostrar que él sirve a la causa no porque es cura, sino que es cura porque está condenado a servir a la causa, a Dios vivo más exactamente. Porque para el hombre, el varón, el lado trascendente, anónimo, indirecto y callado de la religiosidad es lo característico, le cuesta tanto, a no ser que actúe formalmente como cura, participar más allá de un modesto promedio normal en tareas específicamente religiosas.
Conclusión
Lo que Rahner dice del hombre en la Iglesia vale también para la mujer moderna. Así será cada día más la situación de una Iglesia formada por miembros cada vez más “escolarizados”.
Nunca debe uno confundir a Dios con la religión, la cosa con la formulación, la Iglesia con el eterno Reino de Dios por más indisoluble que ambos términos resulten a partir de la encarnación de Dios. Puede uno estar en la Iglesia y sin embargo estar lejos de Dios o puede rezar poco y estar impregnado de reverencia y aceptación de Dios en la vida propia.
Especialmente a nuestro tiempo racional o postmoderno le sienta mejor una experiencia religiosa de lo trascendental de Dios que una vivencia categorial, la pertenencia a la comunidad religiosa, aunque ambas deben darse simultáneamente. Que esto, como todo lo humano, tiene sus peligros, no puede negarse. Que la persona moderna debe ser educada e iniciada en la dimensión trascendente de lo religioso, es evidente.
La situación del cristiano auténtico de las clases media y alta, no del que sólo cumple, en una sociedad tan consumista y en buena medida tan despreocupada y presentista como la nuestra, incita a la reflexión.
Por más esfuerzos que hagamos por limar aristas incómodas de la Escritura, más propias de tiempos remotos que de escepticismos actuales, para poder captar el “kerygma” (helenismo teológico para designar la esencia de la Buena Noticia desnuda de florilegios y de interpretaciones
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de la primera comunidad cristiana como si a ésta se hubiese propuesto una revelación desencarnada de todo modo de pensar) tenemos que reconocer que nuestro cristianismo es en el mejor (¿peor?) de los casos light, tal vez muy light, porque Cristo vino pobre a este mundo y predicó la igualdad de pueblos divididos, el judío y los gentiles grecolatinos. Bienaventurados los pobres; cayó el muro que divide a los pueblos.
Es ligero, “light”, no porque nuestro pueblo viva la Navidad festivamente con ritmo de merengue, salsa o regatón. Si alguien tiene causa para festejar un tanto superficialmente estos días es el pobre creyente en la entrada de Dios en este mundo o la gente sencilla a quien Cristo vino a anunciar la buena nueva y que la celebra como su cultura prescribe: con música a todo decibel, con mejor comida que la diaria y en compañía de la familia, con más ron y colmadón que el usual de fin de semana.
Cada pueblo tiene su modo concreto de alegrarse. Weber en su más arcano e impenetrable ensayo, Sociología de la Música, acepta sorprendido que el piano inventado por los alemanes se use más en Italia, porque es más movido y alegre, mientras que el órgano tan solemne y lento abunde más en Alemania, ajena a su origen, que en las tierras del Lacio.
Lo fácil, en sentido peyorativo, de nuestro cristianismo de clases media y alta procede tal vez no de nuestras comodidades, algo que sí puede importar y que no deja de ser poco conciliable con la pobreza de muchos, sino de la falta de atención teórica y práctica para con el pobre a secas y para con, perdón pero hay que decirlo para quedar tranquilo, con los haitianos que en busca de pan, salud y educación viven con o al lado de nosotros, con o sin permiso, pero con exceso de motivaciones.
Nadie debe sentirse bien al mencionar este olvido que, en la práctica, es tan de uno como de cualquier otro cristiano pero si uno no es lo que dice ser por lo menos debiera sentir una vaga y omnipresente inquietud por no serlo. Ese malestar de la conciencia sí lo experimentamos muchos. Expresemos las racionalizaciones seudo justificativas de esa falta de compromiso cristiano.
Necesidad de una nueva ascética. Sobre el uso de la riqueza,Karl Rahner, uno de los más extraordinarios teólogos católicos del siglo XX, escribió páginas sinceras y profundas sobre las dificultades de la persona moderna en este mundo tecnificado.
“Empecemos con cosas pequeñas y evidentes de la vida diaria que reclaman racionalidad, responsabilidad y cargar sin quejas el peso de este inevitable mundo con un espíritu de renuncia connatural frente al número inmenso de placeres que uno ve aunque con claridad sabe que no debe hacer aunque sea factible. Todo esto es muy natural porque en el fondo cada quien sabe que tiene sentido y que así debe ser. También esas virtudes que aparentemente son sólo “humanas” testimonian la gracia de Dios que comunica al hombre y a su historia la gracia de Cristo y de su Iglesia”.
En más claro español: hasta los ricos, y en mayor grado de lo que se piensa, están sometidos a una disciplina del deber en el ejercicio de sus tareas y esa disciplina tiene valor no sólo ante la humanidad sino ante Dios porque de El procede hacer lo que hacer debemos.
Antiguamente, digamos hasta los mil novecientos sesenta cuando comenzó el Concilio Vaticano II, fueron educados los cristianos en general aunque con diferencias en cada caso bajo el criterio implícito de que debían distinguirse por una renuncia constante a los placeres y riquezas. La vida era “dura”, es decir, austera y sobria aunque por eso y paradójicamente era muchas veces feliz, porque sencillamente existían para la mayoría de la humanidad pocas posibilidades y porque quienes las disfrutaban se entregaban a extremos tenidos entonces por ofensivos al resto de la sociedad. Víctor Espaillat Mera, gran aristócrata millonario y laico del Cibao, explicó el por qué de su viajar en un simple Volkswagen, una vanette, tan lejos de su conocida riqueza: “sería una ofensa a los pobres andar en un Mercedes”. Otros tiempos, obviamente.
El mundo ha cambiado pero ha sido menos por la mentada degeneración de las costumbres que por la abundancia de bienes producidos por la tecnología empresarial.
Rahner saca la conclusión: “el ser humano del mañana (escribía en 1957) tendrá que superar el ludismo infantil del hombre de hoy cara a las posibilidades de un mundo tecnificado, donde se practicará la acción más que la renuncia”.Una disciplina del hacer muchas cosas antes impensables: El recto criterio para las “mundanidades” lo tiene a fin de cuentas quien sabe que su punto de referencia está más allá de este mundo. Sólo así puede amarlas y desearlas con tranquilidad y paciencia sin exagerarlas pero sin despreciarlas. A corto o largo plazo, lo importante en el uso de las necesidades más sencillas de la vida es la intención.
La receta rahneriana significa, pues, “úsalo todo con tal intención que sin decirlo ni pretenderlo se vea claramente la diferencia entre quien pone el sentido de su vida sólo en lo económico-social y quien supera esas fronteras”. Una versión aparentemente civilizada del “dichoso los pobres de espíritu”.
Pero en realidad lo hasta aquí dicho es insuficiente para calmar la mala conciencia: mucho más importante que el uso de comodidades en el marco de una visión trascendente es el respeto al pobre.
El evangelio de Mateo, c. 25, al exponer los criterios de Jesús, diferenciadores de quienes serán salvados, enfatiza que quien dio de comer a un hambriento, de vestir a un desarrapado y quien visitó a un preso será tratado como si a El mismo se lo hiciesen: “En verdad les digo, lo que hagan a favor de uno de estos pequeños me lo han hecho a mí”.
Las implicaciones de esta afirmación para los cristianos “light” son serias: al pobre hay que respetarlo como si Cristo fuese.
Una nueva ascética: El respeto al pobre
Es frecuente interpretar esta cuasi identidad (Cristo-pobres) como si se tratase sólo de mostrar a éstos un poco de compasión, de ofrecerles una sobria ayuda, de creer con optimismo humanista en la bondad fundamental del ser humano y de darle consiguientemente, una vez más, la oportunidad de hacerlo mejor y, en caso de que esta esperanza falle, de ofrecerle asistencia social o psicológica aunque hay enfermedades que no se curan pero en última instancia todos tenemos que morir y sufrir, y eso no debe quitarnos el buen humor.
Esta manera de tratar al socialmente desventajado, aunque frecuente y respetable, dista mucho de una profunda comprensión de la esencia de la vida humana. La prueba nos la da la sospecha de que “esa gente” son o vagos aprovechados o inútiles o hasta cínicos incrédulos en la bondad y decencia. No es así como se ve en ellos a Cristo.
El cristiano auténtico debe reflexionar, actuando en contra de nuestra “experiencia”, que en esos pobres y en esos criminales, en esos perdidos, está realmente el Señor. Está en ellos en cuanto los llama por su nombre, en cuanto tiene paciencia con ellos y en cuanto los toma en serio y quiere y espera su bien. Ese es el misterio del amor de Dios a cada persona. Rahner concluye: “si esta inverosímil y antiempírica realidad no se acepta sin restricción alguna en nuestra fe, el misterio básico del amor creador de cuantos existimos, que es Dios mismo y que constituye la esencia del cristianismo, es desconocida de manera radical”.
Los cristianos acomodados rara vez en su vida diaria enfrentan a los pobres o si lo hacen es bajo el disfraz no ofensivo a la vista de sus uniformes de trabajo. A lo sumo, somos molestados cuando nos desplazamos en nuestras “naves” por los mendigos, los niños limpiaparabrisas, los discapacitados, las mariposas y los haitianos. Los tratamos casi siempre con actitud profiláctica; muchas menos veces, cristianamente.
Dejemos ahora estas filigranas teológicas y hablemos de nuestra presencia cívica ante pobres y haitianos. Esta presencia cívica emerge en nuestras preferencias por el destino de los gastos públicos y por nuestros grados de resistencia a nuevos gravámenes impositivos y de apego a exenciones fiscales. Gastos en medicinas y análisis en salud pública, en saneamiento ambiental de los barrios excluidos, en seguridad social para el régimen subsidiado, etc., son una forma de presencia física cuando se destinan a esos fines de modo monitoreado.
Dos palabras sobre los haitianos
Los Obispos dominicanos con clara conciencia de lo que a ellos toca, respeto y ayuda a los haitianos como seres humanos que son llamados a ser hermanos en nuestra fe en Cristo, y de lo que al Estado atañe, la ordenación legal de la república, reclaman para ellos nuestra comprensión, respeto y ayuda. No somos quiénes para excluirlos del citado capítulo 25 de San Mateo.
Menor presencia del varón en la Iglesia
La observación de la vida religiosa del varón, del hombre, en República Dominicana constata una mucho mayor presencia activa, hasta en el “cumplimiento” dominical y por supuesto en las actividades eclesiásticas, pero una presencia apreciablemente menor que la de la mujer.
En sí misma, la menor presencia del hombre en la iglesia no es nada nuevo. La historia de las religiones muestra que la vida religiosa aunque cosa del hombre y de la mujer es más visible en la mujer. El tema es fascinante y ha sido tratado, por supuesto, tanto psicológica como pastoralmente. Hay que confesar, sin embargo, que generalmente se trata de intuiciones generalizadoras basadas en experiencias interpretadas tratadas, con óptica de género y bien discutibles.
En otros tiempos, cuando al hombre le era permitido estudiar en todos los niveles educativos y la mujer tenía acceso restringido a la escuela, solía argüirse que la mejor educación del hombre le había permitido captar mejor las muchas fantasías, absurdas y de mal gusto que la religiosidad popular atribuía a santos y a Dios mismo, como si cuanto en este mundo acaece fuese resultado de su acción y no de las fuerzas naturales o al menos de su voluntad sensible al bien o al mal que el hombre hace .
Terremotos, tsunamis, malas cosechas, malos gobiernos, hambre, catástrofes, etc., pero también buen tiempo, cosechas abundantes, salud y muerte serían la justa consecuencia de la acción de un Dios que premia o castiga usando o abusando de la naturaleza. Mala teología y mala filosofía. Einstein decía que Dios no juega a los dados con la naturaleza indicando respeto a su obra y a sí mismo.
Hoy, cuando la mujer estudia más que el hombre, esta argumentación sería risible.
Filósofos y psicólogos toman otros rumbos para explicar que aun en la Iglesia el hombre y la mujer ejercen funciones distintas porque piensan y sienten de modo distinto. Ejemplos: el varón mira más hacia fuera de sí y hacia el resultado que hacia el sentimiento y la intención; el hombre es más analítico, la mujer más intuitiva; ante una dificultad, el hombre se orienta a la solución, la mujer a la vivencia emocional; el hombre mezcla menos lo personal con el objeto; el hombre es más profeta, la mujer más mística, etc. Puede que sí, puede que no; puede que en muchos casos sí y en otros no.
Incluso un teólogo de la categoría de Rahner, aunque bien conciente de las limitaciones de su formulación (mucho más cerca de la antropología psicosocial que de la teología), se atreve a afirmar que el varón tiene mayor comprensión de la trascendencia de Dios, de lo totalmente distinto e inefable que es, y por lo tanto menos accesible a nuestro pensar y hablar - teología negativa que afirma que de Dios es más lo que no sabemos que lo que sabemos- que la mujer y que por eso se siente cohibido a hablar de Dios.
De esa hipótesis extrae Rahner dos consecuencias: a) no se debe forzar al hombre en el campo religioso exigiéndole actividades y confesiones abiertas y públicas no -sólo- por cobardía sino por conciencia de lo inasequible que Dios resulta para el ser humano; b) es mejor darle en la Iglesia responsabilidades ejecutivas que educacionales. Osadas y cuestionables afirmaciones que, por supuesto, son más de grado, más cuantitativas, que de grado, cualitativas.
Elocuentemente escribe nuestro autor: porque el varón tiene una muy viva sensibilidad del carácter analógico y difícil de Dios (aun cuando no esté iniciado en el estudio formal de la teología) no le es fácil decidirse en cuestiones religiosas. Prefiere que se le hable de temas religiosos de tal modo que él pueda notar que su interlocutor comprende aquello de que “caminamos en sombras y en imágenes” como el gran Newman escribió para el epitafio de su tumba. La predicación no debe confundir compromiso con el fanatismo primitivo de quien cree dar una respuesta aunque está en realidad formulando una pregunta. El hombre quiere que el maestro de verdades religiosas sea humilde. La propaganda religiosa no lo atrae.
Por eso al cura ( al catequista también o al papá) no le resulta fácil hablar de religión: “tiene” que hablar “así”. Para superar esta dificultad debe a través de toda una vida de sencillez humana (a pesar de que se nota que muy bien podría alcanzar algo en el mundo) mostrar que él sirve a la causa no porque es cura, sino que es cura porque está condenado a servir a la causa, a Dios vivo más exactamente. Porque para el hombre, el varón, el lado trascendente, anónimo, indirecto y callado de la religiosidad es lo característico, le cuesta tanto, a no ser que actúe formalmente como cura, participar más allá de un modesto promedio normal en tareas específicamente religiosas.
Conclusión
Lo que Rahner dice del hombre en la Iglesia vale también para la mujer moderna. Así será cada día más la situación de una Iglesia formada por miembros cada vez más “escolarizados”.
Nunca debe uno confundir a Dios con la religión, la cosa con la formulación, la Iglesia con el eterno Reino de Dios por más indisoluble que ambos términos resulten a partir de la encarnación de Dios. Puede uno estar en la Iglesia y sin embargo estar lejos de Dios o puede rezar poco y estar impregnado de reverencia y aceptación de Dios en la vida propia.
Especialmente a nuestro tiempo racional o postmoderno le sienta mejor una experiencia religiosa de lo trascendental de Dios que una vivencia categorial, la pertenencia a la comunidad religiosa, aunque ambas deben darse simultáneamente. Que esto, como todo lo humano, tiene sus peligros, no puede negarse. Que la persona moderna debe ser educada e iniciada en la dimensión trascendente de lo religioso, es evidente.
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