LAS CONFESIONES DE SAN AGUSTÍN
Libro I-X
Situar la obra dentro de la obra del autor, año aproximadamente
La importancia de san Agustín entre los padres y doctores de la Iglesia es comparable a la de san Pablo entre los apóstoles. Como escritor, fue prolífico, convincente y un brillante estilista. Su obra más conocida es su autobiografía, Confesiones (398-400). [1]
Cuando Agustín escribió las Confesiones, entre los años 398-400, su punto de mira había cambiado notablemente. Por una parte, se hallaba a la distancia de más de treinta años de la mayor parte de los hechos y acontecimientos en ellas referidos; por otra, su estado psicológico y moral habían cambiado totalmente. Las Confesiones fueron escritas cerca de quince años después del éxtasis de Ostia, lo cual nos da una idea aproximada de la perfección y santidad que el mismo Santo nos ha dejado reflejada en el libro X de aquéllas.[2]
Problema central y desarrollo.
“Esa disputa en mi corazón no era más que la lucha de mi mismo, contra mi mismo.” [3]
Es difícil suponer que un Santo no haya sido perfecto, digno de imitarse y repleto de virtud durante toda su vida, San Agustín no sólo rebela en Confesiones sus virtudes, sus bienaventuranzas y perfecciones religiosas, por el contrario busca hacer que todo lector se identifique con él; y es verdad que no todos los hombres gozan de aquellas virtudes de las que requiere un santo, por el contrario, los hombres están llenos de pecados y sinsabores en su vida, y es ahí, donde San Agustín busca contar su historia para hacer de esta no una más si no una proyección para todo el que la lea. Agustín invita a la conversión cristiana, no de una manera literal, si no poniéndose a sí mismo como ejemplo, un caso más a relatar.
“Comienza hablando del pecado en los niños, y no es tan cierto que los niños sean pecaminosos si no que con esto da la pauta al inicio de una vida falible, es en esta etapa también donde la educación nos es dada como una necesidad y en su época como un castigo por así llamarlo pues los castigos eran, no sólo de tipo escolar si no físicos, es significativo como Agustín (todavía no reconocido como santo, canónicamente) pedía fervorosamente a Dios que no lo castigase, que no lo reprimiese, y es que los mortales tendemos por lo general a rogar a Dios en casos de dolor, sufrimiento, y sobre todo desesperación y nos olvidamos de aquel que lo es todo cuando las cosas marchan como debieran, el miedo nos invita a Dios una vez más y la seguridad a cualquier otra cosa”[4].
La importancia que yo encuentro en este libro mas que la vida de un gran hombre como fue San Agustín, es la fascinación y el amor que refleja su obra hacia Dios, y es por este último por quien vive la verdad y la felicidad. No es necesario comportarse como si se creyera, pero si se cree de verdad y el comportamiento es puro y virtuoso entonces encontraremos más allá de lo que parece sólo un conjunto de leyes, la verdad de la religión y así mismo de la felicidad. Esta búsqueda es ardua, difícil e impertinente. “Esa disputa en mi corazón no era más que la lucha de mí mismo, contra mi mismo”, nos dice el santo. Es éste para mí el problema central de “Las Confesiones”, esa lucha del hombre consigo mismo, con su espacio, con su historia, con su Dios y contra sus propios dioses, lucha que no termina hasta la reconciliación plena y total con todas las cosas y por consiguiente, reconciliación con aquél que es plena reconciliación y único camino reconciliable a la vez.
Cita del texto con su explicación personal. 2pág ½
“¿Y pretende alabarte el hombre, pequeña parte de tu creación?..., ...Tú mismo le excitas a ello, haciendo que se deleite en alabarte, porque nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”. [5]
No es por el simple hecho de que esta frase sea de las primeras que nos plantea San Agustín al iniciar sus “Confesiones”, que la he puesto desde el inicio. A mi parecer ésta idea resume de manera muy apropiada esta obra Agustiniana. Desde lo más hondo de su corazón, Agustín se reconoce indigno junto con toda la humanidad de alabar a aquél que lo ha hecho y creado todo. Pero es interesante ver como el Santo no se limita al sentimiento de indignación, sino que da un paso más adelante, y se atreve, por así decirlo, a alabar y cantar las maravillas de aquél que le redimió y le ha rescatado. “Ciertamente, alabarán al Señor los que le buscan, porque los que le buscan le hallan y los que le hallan le alabarán”.[6]
Toda la obra es una exaltación y glorificación, al Dios, “creador del cuerpo de las almas”, que no se queda en lo superfluo de una alabanza, sino que brota de lo más profundo del alma. Es una aclamación tan sencilla, tan humilde, tan transparente, tan humana, que es capaz de exclamar: ¡Gracias Señor, porque me alejé de ti, para que luego tu me atrajeses con más fuerza hacia ti![7]
Vemos también a lo largo de esta obra como el santo va recorriendo su anterior vida de pecado (que de hecho hay algunas cosas que realmente no lo son) desde su niñez hasta llegar a lo que él considera el haber reposado plenamente en los brazos del Señor. Llama la atención la sinceridad, la claridad, la objetividad, con la que San Agustín, nos cuenta sus caídas, sin caer en ningún momento en el morbo, o en descripciones grotescas y oscuras. Lo hace de una manera poética pero sencilla, sublime pero a la vez cotidiana, con un lenguaje casi místico, pero a la vez entendible y asequible a todo el que por lo menos tenga interés en leerlo. Tampoco se incurre en ningún momento en una vana gloria donde alguien cuenta sus hazañas después de haber vencido, donde alguien se enaltece porque ha logrado lo que otros no. Todo lo contrario, muchas veces Agustín se humilla, se reconoce como criatura de Dios, pecadora e in merecedor de la misericordia de Dios.
“¿Y pretende alabarte el hombre, pequeña parte de tu creación?[8]
Agustín, se presenta pequeño, humilde, in merecedor y no digno de acercarse a aquél que es toda misericordia, sino fuera por la misericordia que ése mismo Dios irradia. ¡Ay, ay de mí, (nos dice el santo) por qué grados fui descendiendo hasta las profundidades del abismo, lleno de fatiga y devorado por la falta de verdad![9] La misma falta de verdad que tantas veces nosotros poseemos, la verdad en sí, acomodada y disponible a nuestros caprichos y antojos, esa verdad que no es más que una falacia creada en un circo recién montado.
Esta obra de Agustín, no es un texto simplemente enmarcado en su tiempo y congelado en el mismo, no es una obra limitada a su época y al espacio como tantas otras. Todo lo contrario, es una obra que trasciende, que camina, que avanza y que penetra, hasta lo más hondo del individuo actual, moderno y contemporáneo. Y no lo digo porque otros tantos autores digan eso acerca de Las Confesiones, lo digo porque en mi caso, ha sido así.
...Tú mismo le excitas a ello.[10] Particularmente estoy muy de acuerdo con este planteamiento. Es siempre el mismo Dios, quien motiva a la búsqueda de él, aunque claro, resultará un poco contradictorio y confuso cuando nos preguntemos, ¿entonces tiene Dios preferencias en sus llamadas? ¿Tuvo más fuerza el llamado a San Francisco, San Agustín o cualquier otro, que nuestro llamado? Yo consideraría que no hay llamados preferenciales, importantes o menos importantes, creo que hay respuestas más o menos profundas, búsquedas más apasionadas o menos apasionadas, riesgos que tomamos o sillones en los que nos recostamos. Si observamos el camino del santo del que hablamos, dentro de su anterior vida de pecado, como así le llama él, no hay una pasividad conformista, hay un individuo que en lo más profundo de su ser, busca, llama, toca puertas, cae y con la ayuda del altísimo, vuelve y se levanta. Pero la búsqueda es ardua, difícil y a veces pesada, las dudas nos llevan con cada paso al agnosticismo, al pesimismo, a un ateísmo momentáneo pero fastidioso, a la desesperación, a las crisis espirituales, pero al final, nos llevan a descansar en las manos del Padre.
“…haciendo que se deleite en alabarte, porque nos has hecho para ti”.[11] San Agustín en más de una ocasión plantea su temor al sufrimiento, al abandono, o al que dirán, temor que obviamente más tarde logra vencer completamente. Sin embargo el caso es, que luego de temerle a aquél que es puro amor, que lejos de exigir, lo único que hace es acercarse a nosotros en el amor para que seamos felices. Esa misma felicidad y plenitud de amor que logró experimentar el santo tras su proceso de conversión. Pues como él mismo dice, ya que él lo vivió y lo experimentó, “haces que nuestro corazón se deleite en alabarte porque nos has hecho para ti”.[12]
“…y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en ti”.[13] Finalmente, después de un largo recorrido de búsqueda, de intentos fallidos, de encuentros forzados, de situaciones de pecados y de humillación. Agustín de Hipona, logra encontrarse plenamente con su Dios. Un encuentro, que implica una reconciliación con todo lo que existe. Una reconciliación consigo mismo, con su pasado marcado grandemente por sus pasiones y descontroles, una reconciliación con su sociedad, con todos aquellos que le introdujeron por caminos falsos y errados. En último plano, y a la vez en primero, una reconciliación con su Dios, con su creador, aceptándose él como criatura pequeña, humilde y pequeña, indigna de postrarse ante los ojos de su creador pero siempre sabiendo dar gracias por todo cuanto le ha ocurrido, por su madre que nunca desistió en verlo por el buen camino, y por el mismo Dios, que siempre le buscó y nunca le abandonó.
Todos tenemos un corazón rebelde, inquieto, insaciable, deseoso de probar y experimentar situaciones y experiencias nuevas que llenen ese vacío inagotable que siempre nos hace buscar más y más, pues no tiene fondo. El Santo de Hipona, nos ha dado su testimonio a través de sus palabras, que han permanecido por siglos. La respuesta es sencilla pero a la vez ardua de llevar a la plenitud. Es Dios donde descansan nuestras aguas torrenciales, nuestros deseos y pasiones, nuestras ansias de gloria y bienestar, nuestros deseos de amar y no poder hacerlo.
Que no tengamos que decir como Agustín un día, “…tarde te amé”. Porque lamentablemente no conocemos y el día ni la hora del fin de nuestras oportunidades y es probable que para nosotros no exista un “tarde te amé”, pues el futuro no lo conoce nadie. Empecemos desde ahora sin esperar a mañana, a un después a un más tarde, para descansar así plenamente nuestro corazón inquieto, como un día lo hizo Agustín, en la belleza siempre antigua y siempre nueva, que es Dios.
[1] Anoz, José. Pensando con San Agustín. Madrid: Federación Agustiniana Española, 1996.
[2] Biblioteca de Autores Cristianos. Obras de San Agustín, II Las Confesiones, pág. 32
[3] San Agustín, Confesiones.
[4] Anoz, José. Pensando con San Agustín. Madrid: Federación Agustiniana Española, 1996.
[5] Biblioteca de Autores Cristianos. Obras de San Agustín, II Las Confesiones, Pág. 73
[6] Ibid. Pág. 458
[7] Ibíd. Pág. 369
[8] Ibid. Pág. 73
[9] Ibíd. Pág. 141
[10] Ibídem.
[11] Ibídem.
[12] Ibídem.
[13] Ibidem.
lunes, 26 de noviembre de 2007
LAS CONFESIONES DE SAN AGUSTÍN, comentario
Etiquetas:
Filosofia Antigua y Medieval
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